Cruces, salaíllas y chavicos: el Día de la Cruz como nunca te lo han contado

Las Cruces de Mayo en Granada: tradición, color y alegría

Queridos lectores, el otro día, paseando con Pepe por el Realejo —que ya se empiezan a ver las macetas recién regadas en los balcones—, le digo: 
—Pepe, ya mismo estamos en mayo. Después de la Semana Santa, llega el Día de la Cruz y se nos llena Granada de claveles y mantones. 
"Pepe me sonrió con su tranquilidad habitual y me dijo:" —¿Y tú sabes de dónde viene el Día de la Cruz, Porrúa? Pues el origen está en una historia antigua. 

Allá por el año 326, la emperatriz Santa Elena, madre del emperador Constantino, se fue a Jerusalén empeñada en encontrar la cruz donde murió Jesucristo. Y no veas tú si la encontró. Desde entonces se celebra el hallazgo de la Santa Cruz.
—¿Y en Granada, Pepe? 
—En Granada, esta devoción tiene raíces profundas. Fue en el convento de Santa Isabel la Real, en el Albaicín. Las monjas del convento oyeron voces dentro de una pared, y cuando fueron a ver, apareció un trozo de la cruz. Así que ya ves, Granada también tiene su reliquia. Y de esa devoción antigua viene la fiesta popular. Con esa tradición, en el siglo XVII —concretamente en 1625— se colocó una cruz en el barrio de San Lázaro. A los vecinos les encantó la idea, y pronto los del Albaicín y del Realejo quisieron poner la suya también. Ya en el siglo XX, el Ayuntamiento organizó un concurso de cruces, y desde entonces esta fiesta ha sido parte del alma de la ciudad.
 —Vamos, que empezó con mucha fe… y acabó con mucha juerga —le dije.
 Pepe se rió. Y es que, aunque ahora se pase las tardes leyendo libros de filosofía y física cuántica —que ya le tengo dicho que eso no relaja, que a mí me parece que da dolor de cabeza—, en su juventud no se perdió una verbena. Las conocía todas. Y si había una Cruz con guitarra, él ya estaba allí con su copa de vino y su palma al compás. 
Bueno, pues queridos lectores, ya saben ustedes que si a mí Pepe me da una idea, luego yo no paro hasta sacarle más punta que a un lápiz. Porque claro, la historia está muy bien, pero yo quería saber también por qué se adornan, y cómo se adornan, esas cruces nuestras. Y aquí me tienen, dándole vueltas a los recuerdos y preguntando de aquí para allá. Yo me acuerdo perfectamente de cómo eran las cruces en los años 70 y 80. Se montaban en los patios, en las plazas, en cualquier rincón bonito.

Había música, salaíllas con habas, vino en vasitos de plástico, y si te tocaba una cruz de categoría, te ofrecían hasta jamón. Las mujeres se ponían un clavel rojo en el pelo, y la fiesta se alargaba hasta que el cuerpo aguantaba. Se bailaba de cruz en cruz, como si fuera una romería urbana, con farolillos y alegría. Aquello sí que era vivir la primavera. 
Con el tiempo, la cosa se desmadró un poco. Ya no era lo mismo, y hubo años en los que aquello parecía más un botellón que una fiesta tradicional. 
Y claro, el Ayuntamiento dijo: “hasta aquí”. Y  se volvió a poner orden, recuperando una celebración más parecida a la de antes. Las cruces siguen ahí, igual de bonitas, pero sin barra. 

Quien quiere tomarse una cerveza, lo hace en un bar, como Dios manda. Y las cruces, pues eso: se visitan, se admiran, se disfrutan. Y si se fijan bien, cada cruz está llena de simbolismo. Siempre hay un altar —antes se subía por una escalerilla de flores, ahora eso da igual—, pero siempre está colocado en el centro. Muchas llevan una manzana verde, que aquí en Granada se llama "pero", con unas tijeras clavadas. ¿Y eso por qué? Pues para cortar la envidia. Porque cuando alguien dice: “Está bonita la cruz, pero…”, ya está soltando el veneno. Así que, tijeras y a cortar el pero de raíz.
No faltan los claveles, que son muy nuestros —muchos granadinos conocen ya la historia del clavel que mandó traer Carlos V desde Turquía (aunque hay quien dice que fue desde Persia, bajo dominio turco), al enterarse del embarazo de su guapa esposa Isabel de Portugal cuando residían en Granada—, ni los mantones de Manila, ni la taracea granadina, ni la cerámica de Fajalauza —esas piezas artesanas tan típicas de la ciudad, cuyos orígenes se remontan al siglo XVI, como continuidad de la cerámica musulmana—, ni los cacharros de cobre de la abuela. Las piezas de cobre eran prestadas por los vecinos; se le pedía a la cruz para que no estuvieran vacías el resto del año, pues la Cruz de Mayo es la fiesta previa a la cosecha. Todo tiene su porqué, y todo embellece. Las cruces no se ponen al azar, no señor. Se piensan, se montan con cariño, y se cuidan al detalle.


Y luego está una costumbre que me encanta, y que todavía hoy sobrevive: la de los niños que hacen sus pequeñas cruces con lo que encuentran por casa y se colocan en una esquinita pidiendo un "chavico" —una monedilla que los mayores les damos para que se compren una bolsa de chucherías. Ver a esos críos con su cruz casera y su ilusión en la cara es de lo más bonito que se puede ver ese día. Así que, si están en Granada el 3 de mayo, no se lo pierdan. El Día de la Cruz es una fiesta llena de historia, de flores, de memoria y de alegría.

Vuestra siempre, La Porrúa.
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